A diferencia de tantos beatlemaníacos que eligen como destino turístico Londres casi exclusivamente para tropezar en sus calles con el espíritu de los cuatro grandes, debo confesar que, en mi caso, fue después de este viaje que se despertó mi fanatismo. Si bien alguna vez, en aquellas jóvenes tardes de risa, complicidad, sueños posibles y de los otros, Lourdes y yo fantaseamos con disfrazarnos de John y Paul, llegar hasta Abbey Road 3 , cortar el tránsito y sacarnos la mítica foto, no imaginé que la beatlemanía llegaría, inesperadamente y a destiempo, a mi vida.
Arribamos en un típico bus rojo a Abbey Road, previo haber tomado a la salida del underground un micro exactamente en la dirección contraria, error que pudimos subsanar gracias al sentido de la orientación y a los pertrechos cartográficos de mi amiga; en un primer momento, mi reacción fue un tibio "ah... mirá vos, acá estamos..." y ante nosotras, una esquina de un coqueto barrio londinense, que bien podría haber sido de Palermo chico. Autos, motos, micros, transeúntes sobre el famosísimo paso de cebra -al decir de Joaquín Sabina- transitaban sin detenerse y sin emoción alguna, como si no hubiera existido ese cruce tan o más emblemático que aquel de Moisés sobre las aguas del Mar Rojo. Extrañamente, la vida transcurría indiferente por la mismísima tapa del mismísimo album de The Beatles...
Frente al cruce, una elegante casa blanca alberga Abbey Road Studios, en cuyas paredes, miles de visitantes plasman sus mensajes para la banda más amada y viva de la historia, a través de graffitis en todos los idiomas. Guiada por mi espíritu inquieto y cámara en mano, crucé ese mismo umbral que los cuatro beatles cruzaron tantas veces, tarareando tal vez alguna de las canciones más famosas de todos los tiempos... quizás bromeando... acaso malhumorados, felices, apurados... emocionada y sorprendida de mi propia emoción, sintiendo, ahora sí, la magia de estar allí donde ellos estuvieron, compartiendo ese espacio, ese aire, sólo con un pequeño desfasaje temporal de cuatro décadas, fui tacleada por un rubio sajón que con cara de malo y haciendo la universal seña de "tomatelas" con su manito, me espetó un "this is not a public place" en un inglés raro y cavernoso con la indudable intención de que volviera sobre mis pasos y me fuera en ese instante.
Pasó un año... en su habitación, Gonzalo, mi hijo de 12 años, entona (desentona) una versión más libertina que libre de Here comes the sun ... tal vez no conserve el ritmo o el tempo, pero definitivamente el espíritu beatle se instaló en nuestro hogar... qué más puedo pedir...?
PD: Alguien puede decirme " PORQUÉ NO FUIMOS A LIVERPOOL...???!! PORQUÉÉÉ???!!! "